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EL CEMENTERIO ESPACIAL

Satélites fuera de uso, herramientas, restos de pintura, reactores atómicos… Desde que, en 1957, partió el primer satélite artificial, el hombre no ha dejado de abandonar sus desechos en el espacio. Tantos, que ya han convertido las órbitas terrestres más importantes en cementerios plagados de ‘cadáveres’ metálicos.

Antes de nacer, la Estación Espacial Internacional (ISS) estuvo a punto de morir. En 1999, el sueño de la astronáutica mundial, fruto de la colaboración entre 15 países, entre ellos las máximas potencias de la exploración espacial, pudo perderse en el espacio. Durante más de hora y media la nave vagó sin ningún control, impasible a las órdenes que, desde la Tierra, intentaban desviar los dos módulos que entonces formaban la denominada estación Alfa de la ruta de un antiguo cohete ruso abandonado en el espacio cuya fuerza pudo hacerla desaparecer. Y con ella, los esfuerzos de los científicos de EEUU, Rusia, China y Europa que participaban en el proyecto.
Finalmente, y tras una semana de tensión en la que rusos y estadounidenses no dejaron de achacarse mutuamente la responsabilidad del ataque, la ISS se salvó. Fue casi un milagro. Aunque su ordenador no aceptó las órdenes que, lanzadas desde Moscú y Houston, intentaban evitar la colisión, la fortuna hizo que nada ocurriera: el cohete pasó a unos siete kilómetros, no a los 900 metros en que lo situaban las primeras estimaciones. No corrió la misma suerte uno de los paneles solares que alimentaban al Hubble, perforado en 1997 por un impacto, o el francés CERISE, que empezó a dar tumbos por el espacio tras topar con un fragmento del Arianne. Tampoco el satélite soviético Cosmos 1275, que explotó en 1981. Aunque no se puede asegurar la causa de este último siniestro, los expertos tienen un sospechoso claro: la basura espacial.

Un desguace en el espacio
Desde que, el 4 de septiembre de 1957, el Sputnik se convirtió en el primer satélite artificial, la humanidad no ha dejado de abandonar su basura en la atmósfera terrestre. Salvo que se encuentre en órbitas muy bajas, desde donde cae y se desintegra a su paso por la atmósfera, puede permanecer allí cientos, miles y hasta millones de años. El firmamento, mientras tanto, está plagado de tuercas, tornillos, restos de pintura, herramientas, fragmentos de cohetes y naves fuera de uso. Son tantos que amenazan con hacer inútiles las órbitas terrestres más transitadas por los aparatos creados por el hombre: la LEO (Low Earth Orbit), a unos 2.000 km. sobre la superficie terrestre, y la GEO (Geostationary Earth orbit), a unos 36.000 km. de altura. Se trata de un campo de desguace de proporciones gigantescas: los cerca de 5.000 lanzamientos que se han realizado desde aquella primera aventura espacial del hombre han dado lugar a unos 8.300 objetos con diámetros superiores a 10 cm que flotan sobre nuestras cabezas. Son el sueño de cualquier chatarrero: constituyen unas 4.500 toneladas de metal, a las que hay que sumar los más de 100.000 fragmentos con un diámetro de entre 1 y 10 cm y los billones de partículas aún menores que pueblan la órbita terrestre. Estas cifras muestran el peso de un problema que, aunque todavía no es crítico, puede llegar a serlo pronto. El ser humano está colocando con su carrera espacial los barrotes de una férrea cárcel planetaria de la que tal vez un día no pueda escapar.
Sólo un 6% de los objetos que circulan alrededor de la Tierra son útiles. El resto lo constituyen desechos abandonados: satélites fuera de servicio, cadáveres metálicos que dan vueltas sobre la Tierra (una quinta parte); fases de naves que quedaron abandonados por la puesta en órbita de un satélite, como partes de los cohetes lanzadores (una sexta parte); piezas de maquinaria utilizadas en las operaciones (12%); fragmentos procedentes de la explosión de aparatos (de la que sólo un 30% es voluntaria), que representan un 40%, y, por último, los detritus de las colisiones incontroladas con estos fragmentos. Todos ellos se interponen en el camino de las naves que exploran y explorarán en el futuro el firmamento, algo más que preocupante en una época en la que ya se habla de popularizar el turismo espacial y construir colonias planetarias, y también obstaculizan el tránsito por las regiones de altitud más útiles en la actualidad, la LEO y en GEO . La densidad máxima en ambas es comparable, aunque el flujo de cadáveres en LEO es mayor por el menor volumen de esta órbita y por la mayor velocidad que alcanzan los objetos en ella.
Ninguna está todavía saturada, pero el riesgo de choque es ya considerable. Los objetos en LEO tienen, como promedio, una velocidad de 10 km/s, lo que los transforma en verdaderos proyectiles. Basta pensar que una bala de fusil viaja a una velocidad de tan sólo 0,8 km/s. Un objeto pequeño, de 80 gramos de peso, tendría una energía de impacto equivalente a una explosión de un kilogramo de TNT, suficiente para destruir un satélite de 500 kilos. Y una partícula de un milímetro puede perforar el traje de un astronauta. Como comenta Manuel Bautista Aranda en su libro En las puertas del cielo: “Cualquier satélite que se lance tiene que circular en un espacio en el que se ha sembrado el equivalente a 100.000 minas antipersonales”.

Atención: tráfico denso
Por si fuera poco, la basura crece de forma exponencial. Los expertos alertan del peligro del efecto cascada: el choque o la explosión de un satélite provoca la liberación de cientos de fragmentos, que a su vez chocan dando lugar a más basura y a más proyectiles que crearán, sucesivamente, más basura. La alerta será máxima cuando el número de las explosiones supere al de reentradas dentro de la atmósfera. De no disminuir el ritmo de crecimiento de objetos, esta cascada de detritus se generalizará en LEO en 10 ó 15 años.
En la actualidad, los inconvenientes de la contaminación espacial son ya reales. Obligan a proteger a los satélites con pantallas, lo que aumenta su peso y su coste, y, por si fuera poco, sólo son válidas para los desechos menores de un centímetro. Con los que superan este tamaño, sólo hay una estrategia posible: huir mediante maniobras de evasión. Esto requiere dotarlos de un sistema propio de propulsión que les permita eludir el choque, algo que poseen todas las naves tripuladas, pero no siempre el resto. El primer trasnsbordador espacial que tuvo que realizar uno de estos cambios de trayectoria fue el Discovery, en 1991. No ha sido el único.
El mayor riesgo proviene de los objetos de 1 a 10 cm, ya que se conocen bien las órbitas de los objetos más grandes, y las de los pequeños se pueden minimizar con pantallas y otros medios de protección. Pero, además, existe un peligro añadido: la caída incontrolada de estos monstruos a la Tierra, ya que el hecho de que se desintegren en la atmósfera depende de muchas variables (materiales, tamaño…). Al llegar a tierra, la contaminación espacial puede envenenar también el planeta, de forma química o radiológica. Se calcula que 62 fragmentos han llegado a la corteza terrestre desde 1958. Sucedió, por ejemplo, con los restos de la estación soviética Saliut 7, que cayeron en Argentina en 1991. Es aún más peligroso cuando transportan material radioactivo: existen 1.300 kg. en órbita, y aunque ya no se envían reactores de este tipo, el peligro de caída continúa. Ocurrió en 1978, con el satélite Kosmos 954, que se estrelló en Canadá. Contenía 30 kg de uranio enriquecido.
La basura es uno de los problemas más graves a los que se enfrenta la Estación Espacial Internacional. Los ingenieros han tenido que devanarse los sesos para proteger una estructura que por su tamaño —108 por 74 metros— y su tiempo de estancia en el espacio —más de una década— chocará a buen seguro con miles de partículas. Por eso, las diferentes agencias espaciales están intentando buscar soluciones. El primer sistema de limpieza de la basura espacial es la propia atmósfera, aunque no es eficaz en alturas mayores a los 1.000 km, en las que su densidad es muy reducida.

Mejor prevenir…  que limpiar
Limpiar la basura del espacio es bastante más complicado que hacerlo en casa. Ha habido algunas propuestas, pero parecen irrealizables, sobre todo por sus costes. El proyecto alemán Teresa, por ejemplo, pretendía recoger los objetos grandes mediante un vehículo espacial —una especie de camión de la basura— que se enlazaría con un cable a cada trozo de chatarra. Su objetivo sería colocarlo en una órbita baja para que se destruyera al entrar en la atmósfera, mientras Teresa ascendería en busca de otro resto. El proyecto Orión de la NASA fue otra de las soluciones esbozadas: un láser de alta intensidad, instalado en la superficie terrestre, ‘limpiaría’ las órbitas. El láser debería incidir en los objetos en órbita produciendo un pequeño cambio en su velocidad, como si se les acoplase un pequeño motor, hasta hacerlos entrar en la atmósfera terrestre. Ambas propuestas son caras, complejas y de discutible viabilidad técnica, por lo que, por ahora, las iniciativas se concentran únicamente en la observación y control de los desechos ya existentes y la no proliferación de más residuos. En este sentido se pronunció el informe técnico que, en 1999, elaboró el Subcomité Técnico de la ONU para el Uso Pacífico del Espacio Exterior, que reclamó, sobre todo «una mayor atención por parte de los estados miembros al problema de colisión de objetos espaciales», y dictó una serie de recomendaciones como evitar la basura generada por las operaciones normales, como la de que se minimice el riesgo de explosiones accidentales (mediante el vaciado de los depósitos de combustible) y se eviten las voluntarias, o el de que se mitiguen las pérdidas de objetos. La relevancia del problema ha motivado también la creación de una asociación de agencias nacionales, la IADC (Space Debris Coordination Comitee), que aglutina a la ESA europea, la RSA rusa, el British National Space Centre, la NASA, el CNES francés y las agencias japonesa, India y China.
La observación, a la que desde hace un año se ha sumado el Instituto Astrofísico de Canarias, se lleva a cabo por dos medios básicos: los radares, útiles en LEO, y medios ópticos, válidos para GEO, entre los que se encuentra la OGS (Optical Ground Station) del Observatorio del Teide en el Instituto Astrofísico de Canarias. La excepcional limpieza del cielo de las islas y la tecnología empleada en la OGS han permitido ya catalogar parte de la basura presente en GEO, y abordarán ahora la que pueblan GTO (órbita de transferencia). Pero aún quedan muchos restos que escapan a los sistemas de vigilancia terrestre. Para conocer sus dimensiones, se ha llegado incluso a enviar naves con la única misión de chocar contra la basura, para luego recuperarlas y analizadas en Tierra. Es el caso de la LDEF (Instalación Expuesta de Larga Duración), de la NASA, que permaneció en el espacio desde 1984 a 1990. El posterior análisis químico de su superficie, plagada, por supuesto, de cráteres, permite determinar si el atacante ha sido un meteorito o un resto de basura, aunque no siempre. La alta velocidad del choque y la vaporización de las partículas implicadas dificultan el estudio del origen.
Sólo el conocimiento pormenorizado y actualizado de la basura permitirá evitar futuros contratiempos, y sólo si las misiones espaciales presentes y futuras dejan de contaminar el firmamento, se podrá evitar algo que el científico y escritor Arthur C. Clark predijo hace tiempo: un mundo rodeado enteramente por pequeñas naves flotando a su alrededor. La solución, a falta de basureros espaciales, pasa por distanciar las naves muertas de las órbitas más pobladas, o bien provocando su caída controlada, en el caso de las que se encuentren en órbitas bajas, o bien reservando algo de combustible para que, antes de morir definitivamente, los objetos situados a mayor altura suban hasta órbitas inútiles, las llamadas órbitas cementerio.

Publicado en CIENCIADIGITAL.ES, en 2002

Posted in Ciencia.

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